El
calor se espesa sobre cuerpos cansados y lánguidas miradas de diciembre. Una paranoia apocalíptica se apodera de todos
con una certeza evidente: se termina el año, no hay mañana.
Pareciera
ser que sólo quedan dos semanas para resolver cualquier asunto que estuviese
pendiente. Eso, más una agenda meticulosamente
desordenada por un sinfín de anotaciones a raíz de las fiestas, despedidas,
actos escolares, vacaciones, visitas de
familiares, ... (...).
El
arte en todas sus formas tiene algo de hechizo, te permite huir de la realidad,
salir y enajenarte. Basta nombrar como ejemplos entre muchos otros a Nelson Mandela, Ghandi o
Cervantes, evadiéndosede la escafandra de la
cárcel con una pluma y un papel.
Para
escapar de 2012 aunque falten dos semanas, les regalo una pintura.
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La Novena Ola - Iván Aivazovski, 1850
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No
entiendo los cuadros abstractos, con mensajes casi decodificables exclusivamente por algunos
eruditos locos. Me atrapa la pintura que entra por los ojos y baja a la boca
semiabierta del asombro.
En 1995, frente a un cuadro de Joseph Mallord William Turner
quedé embobado por su manera magistral de mostrar el mar. Tanto, que tiempo
después me compré algunos libros y pasé seis meses (sin éxito) por una Escuela de
Bellas Artes. Lo que cuenta, es lo más
importante: poder disfrutar -aunque con enorme
ignorancia técnica- de los paisajes de otros genios como él: Winslow Homer, Ivan
Aivazovsky y Claude Monet.
El
ruso Ivan Aivazovsky (admito que tuve que googlearlo porque no recordaba cómo
se escribía) pintó “La Novena Ola”, una pintura que representa un momento
crucial en la vida de un grupo de marineros que luchan por su vida, aferrados a
lo que queda de su barco, en un mar despiadado pero ante un sol satíricamente
cálido. El nombre del cuadro, que le debe dar un toque mágico al museo de San Petersburgo
–adonde permanece-, tiene que ver con
una supuesta creencia marinera de que la novena ola en una tormenta es la
bisagra entre la vida y la muerte. Si se supera entonces habrá vida.
Bien
podría decirse que en 2012 quienes trabajamos relacionados al comercio exterior
por momentos fuimos zarandeados de un lado para otro como en una tormenta. Seguramente
hubo quienes terminaron en el agua aferrados a algún trozo de madera. Tanto
exportadores como importadores, operadores logísticos, bancarios y despachantes, viajamos en un bravo
mar con constantes olas normativas.
Faltando
computarse los saldos de noviembre y diciembre, la balanza comercial acumulada a
octubre señala un saldo positivo acumulado de 11.527 millones de dólares.
Objetivo oficial: cumplido dentro de las estimaciones de consultoras privadas
(12.500 millones). La duda es si esto es pan para hoy y hambre para mañana,
porque las exportaciones acumuladas a octubre (68.748 millones de dólares)
cayeron en relación a las acumuladas al mismo mes del año pasado (71.040
millones de dólares).
Sigo
pensando lo mismo que he expresado en los mencionados artículos acerca de otra
manera posible de conducir la política comercial externa. Por ahí recibí alguna crítica puntual como si
no debería opinar sobre lo que debería hacer el gobierno. Y la acepto pero no lo comparto. Nadie debe pedir permiso para opinar. Y más
aún cuando uno opina sobre algo con lo que convive . De hecho, muchas veces quienes hacen política
opinan de algunos temas sin seriedad. Sino lean por ejemplo, el artículo de mi
amigo Nicolás: Código Aduanero MERCOSUR, El debate.
Desde
el punto de vista personal, el contexto normativo trae más trabajo, pero no me
parecería correcto mirar hacia otro lado sin criticar lo que nos parece errado.
No existe una única manera de preservar
el saldo comercial externo minimizando efectos indeseados como la inflación. Se
pueden buscar nuevos caminos.
Volviendo
a La Novena Ola, en algunas de las capacitaciones en que trabajé este año usé
en la diapositiva de cierre la siguiente frase popular: “un mar tranquilo no hace buenos marineros”.
Una manera positiva de ver el contexto actual es pensar que nos hace más y más
creativos y nos pone a prueba. Quienes se abracen más fuerte a las tablas de la embarcación azotada pueden
marcar un punto de inflexión de cara al futuro.
Mientras
tanto, desde afuera, muchos tratan de comprender atónitos nuestra forma de vivir en la ducha con el secador de pelo. En
Buenos Aires este año me decía un alemán al que le explicaban las restricciones
en una casa de cambios: ´You are all crazy´. A lo
que respondí ´Yes´ casi con una sonrisa.
Miremos el 2013 con optimismo. Irónicamente podríamos decir que con tanto entrenamiento en este país estamos
capacitados para cruzar todas las olas del océano en palangana y llegar sanos y secos. Les deseo una felíz navidad y año. Para los que creen, que el
espíritu del niño les prenda bien adentro y los ayude a crecer. Para los que no
dijo Mario Benedetti: no sé si Dios existe pero si existe no le va a molestar
mi duda. Miren una estrella y pídanle por los suyos. Nos vemos.... (No me cuenten hasta marzo.. mínimo….).
PD:
Bonus Track Imperdible: El Gordo Luis. “Te digo más”.
Roberto Fontanarrosa.
Te
conté la del
Gordo Luis cuando hizo de
Papá Noel? Es
mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel. Casi se convierte
en otra víctima del imperialismo salvaje el pobre Gordo. Del colonialismo, por
decirlo de otra manera. Porque, decime vos, qué carajo tiene que ver con
nosotros y con nuestras costumbres el Papá Noel. ¿Quién le dio chapa al Papá
Noel? Un tipo vestido para
la nieve,
abrigado como para ir a la Antártida, en un trineo tirado por renos. ¡Renos, mi
querido! ¿Cuándo mierda hemos visto un reno nosotros? ¿Alguna vez te fuiste a
Buenos Aires en auto y viste al costado del camino un reno morfando pasto
debajo de un árbol?
Pero el pobre Gordo
casi la palma con esa historia... ¿No te conté la del Gordo Luis? Porque se la
cuento a todos. Fue hace como quince años. El Gordo estaba en la lona total.
Pero en la lona lona, no tenía un mango partido por la mitad, lo habían
despedido de la proveeduría donde laburaba y lo ponías cabeza abajo y no le
caía una moneda. Para colmo, se venían las fiestas y algo había que comprar
para poner arriba de la mesa el 24 a la noche.
El Gordo tiene dos
pibes que eran muy chiquitos en ese entonces y a esa edad a los pendejos no les
vas a andar explicando el fato del FMI, la tecnología que reemplaza a los
trabajadores y todas esas pelotudeces.
La cuestión es que
empezó a buscar laburo, alguna changa, cualquier cosa, trabajar de lo que
fuera. Primero empezó por su barrio, con los amigos y conocidos, ahí por
Mendoza al fondo. Ya después entró a andar por cualquier lado para conseguir
algo.
Y resulta que en el
barrio Echesortu, una vieja que tenía una casa bastante grande de
electrodomésticos le ofrece disfrazarse de Papá Noel y repartir caramelos a los
chicos en la puerta para promocionar su negocio. Lo de siempre. Le tiraba unos
mangos, por supuesto, que al Gordo le venían bastante bien. Y ahí fue el Luis,
che.
Ahora, imaginate la
escena, porque estamos hablando de Rosario, Capital de los Cereales, ubicada a
orillas del anchuroso río Paraná.
El Gordo Luis,
tenés que pensar en un tipo arriba de los cien kilos, fácil fácil debe andar
por los 120, porque es alto, grandote, Luis.
Y te digo que
resultaba perfecto para Papá Noel porque el Luis es más bueno que Lassie, nunca
lo he visto enojado al Gordo, es un pan de Dios.
Pero tenés que
tener en cuenta una cosa ineludible. Rosario... pleno verano... mediodía, un
sol de la puta madre que lo reparió, algo así como 83 grados a la sombra, y ese
gordo metido adentro de un traje de Papá Noel con una tela tipo felpa así de
gruesa, así de gruesa no te miento, gorro, barba de algodón, bigotes, botas y
guantes.
¡Guantes! Porque la
vieja era una vieja hinchapelotas, conservadora, que quería que el Gordo se
pareciera exactamente a Papá Noel y que se vistiera todo como correspondía, el
pobre Gordo.
¿Viste que hay
veces en que tipos hacen de Papá Noel pero sin guantes y hasta a veces sin barba,
o pendejas jovencitas vestidas de colorado pero con polleritas cortonas, tipo
minifaldas, y las gambas al aire así están más frescas?
Pero claro, el
Gordo Luis era perfecto para hacer de Papá Noel y por eso se le ocurrió eso a
esa vieja hija de puta. Porque lo vio al Gordo gordo y con esos cachetitos
medio coloradones que tiene el tipo, el personaje, Santa Claus.
Hasta la voz media
ronca tiene Luis... ¿viste que Papá Noel se ríe siempre con esa risa ronca? Jo,
jo. Hasta eso tiene Luis, la voz ronca.
Jo, jo, jo... Pero
vuelvo al tema. Doce del mediodía, pleno diciembre, un sol que rajaba la
tierra, un calor infernal, los pajaritos que se caían muertos al piso por la
canícula, se venían en baranda y se desnucaban contra la vereda... y el Gordo
ahí, che, con el traje de lana gruesa, barba y bigote, sacudiendo una campana
de papel maché o algo así y dándoles caramelos a los chicos que se juntaban
para verlo.
A los quince
minutos, a los quince minutos te juro, el traje del Gordo ya no era colorado...
¿viste que esos trajes son colorado medio clarito? Bueno, era violeta, violeta
era, por la transpiración a chorros que largaba el Gordo. Pero no un pedazo,
alguna zona del traje, no. Ni tampoco era solamente debajo de los brazos o
arriba de la zapán que es donde uno transpira más, no.
Era todo, completo,
íntegro. Al Gordo le corrían ríos de sudor sobre la piel, ríos, torrentes que
le empapaban acá, acá, acá, las ingles, las pelotas, las pantorrillas, ríos que
le inundaban las botas, por ejemplo. Me contaba después –porque todo esto me lo
contó él mismo- que sentía las botas llenas de agua, como si las hubiera metido
en un balde de agua caliente, le chapoteaban. Todo alrededor, no te miento,
todo alrededor, en el piso, en un diámetro de ocho metros más o menos en torno
al Gordo, parecía que habían baldeado. Toda la vereda mojada, de lo que chivaba
el Gordo, se le saltaban los goterones de la cabeza, parecía las Aguas
Danzantes el Gordo, imaginate.
Te digo que era ya
un espectáculo grotesco, lamentable, pero Luis le seguía metiendo voluntad, le
ponía ganas, caminaba de un lado al otro, se reía, llamaba a los chicos.
En eso, una vecina,
una vieja de esas que nunca faltan, que están al reverendo pedo como bocina de
avión, que vivía a unas dos puertas del negocio de electrodomésticos, sale a la
puerta y lo ve al Gordo. O escuchó el griterío de los chicos y salió a ver que
pasaba. Lo ve al Gordo y se apiada de él... ¿Viste? Esas viejas comedidas,
bienintencionadas, chuecas, que caminan medio encorvadas, que les cuesta
moverse pero que rompen las pelotas permanentemente, un cuete la vieja, una
ladilla.
Se manda para
adentro de nuevo la vieja, flaquita ¿viste? Bajita, canosa con un rodete y
aparece al rato con una jarra así de grande, pero así de grande, con un líquido
amarillento que parecía limonada, lleno de hielo. Transpiraba de fría la jarra.
Y se la ofrece al Gordo, che.
El Gordo medio le
dice que no, que no se hubiera molestado, que no puede desatender su trabajo
pero, en definitiva, la acepta, lógicamente.
Además, los hijos
de mil putas del negocio de electrodomésticos no le habían alcanzado ni un vaso
de agua al Gordo. ¡Ni un vaso de agua siquiera! Después hablan de los
norteamericanos. Nosotros somos tan hijos de puta como ellos para explotar a la
gente. Lo que pasaba también es que a esa hora había quedado un solo encargado
en el negocio. La vieja que contrató a Luis tenía como cinco negocios por otras
partes de la ciudad y andaba de recorrida; y el otro empleado que laburaba ahí
se había quedado en el fondo del local, rascándose las bolas debajo del único
ventilador de techo que tenían esos miserables.
La cuestión es que
la vecina saca un banquito chiquito a la calle, lo deja al lado de la puerta de
su casa, medio sobre el umbral para que no le diera el sol directo, le dice a
Luis “Aquí se lo dejo”, y ahí se lo deja.
Cuando el Gordo
pudo zafar un poco del pendejerío, te imaginás que con ese calor llegó un
momento en que había mucha menos gente en la calle, se prendió a la limonada y
se bajó media jarra de un saque.
Pero resulta que no
era limonada, boludo, no era limonada. Era vino blanco, vino blanco era.
La vieja le había
zampado en la jarra un par de botellas de vino blanco, le había metido hielo a
rolete y se lo había dejado ahí, con las mejores intenciones.
El Gordo, con la
desesperación, con el calor que tenía en el cuerpo, recién se dio cuenta cuando
ya se había mandado más de catorce litros sin respirar, de un saque. Y aparte,
seamos sinceros, cuando ya se dio cuenta no pudo parar, no pudo parar. Te estoy
hablando de un muchacho de 120 kilos después de estar moviéndose casi tres
horas a pleno sol con 4000 grados de temperatura. No pudo parar. Se mandó todo
el vino blanco. Fondo blanco.
Bueno, te
imaginarás... te imaginarás el pedo tísico que se levantó ese muchacho. Una
curda inmediata y espantosa, demencial. Una curda como para trescientas
personas.
Casi no había
desayunado, estaba sin almorzar, para colmo, el Gordo no era un tipo que tomara
mucho alcohol, al menos que yo recuerde. Un poco de vino con la cena, nada más.
Alguna copita de sidra. O a veces, en los bailes, alguno de esos tragos
maricones como el gin tonic, pero con mucha más agua tónica que otra cosa.
¡El pedo que se
agarró ese muchacho, Dios querido, el pedo que se agarró!
No te digo que
empezó a cantar boludeces, ni a caminar torcido, ni a vomitar contra las
paredes, ni nada de eso. Pero entró a regalar todo lo que tenía a su alcance,
se le dio por la beneficencia, le dio un ataque de comunismo acelerado. Primero
terminó en cinco minutos con la existencia de caramelos y chocolatines que eran
para toda la tarde...
¡Y después empezó a
regalar los electrodomésticos! Empezó regalándole una tostadora eléctrica a un
pendejo. Después le regaló un ventilador a la madre de otro de los pibes,
después siguió con multiprocesadoras, veladores, hornos a microondas,
etcétera...
Llamaba a la gente
a los gritos, entraba al negocio y les daba algo, repartía, entregaba todo.
Y el empleado que
se rascaba las bolas adentro del negocio ni se dio cuenta, debía estar en el
fondo, en una oficinita que estaba detrás, arreglando papeles o apolillando una
siesta mientras esperaba la hora en que el patrón llegaba.
Lo cierto es que,
te imaginás, a los quince minutos en la puerta del negocio había un mundo de
gente que venía de todas partes alertada por los otros que ya habían ligado
algo de arribeño, por la mamúa del Gordo.
La gente pensaba
que era una promoción del negocio o, en todo caso, se hacía la turra, cazaba
los artefactos, se los llevaba y a otra cosa mariposa, si te he visto no me
acuerdo, andá a cantarle a Gardel.
En eso aparece el
dueño del boliche, un pelado con cara de amargo que llegó en su auto, un coche
nuevo.
Y cuando el tipo se
dio cuenta de lo que estaba pasando se puso loco, lógicamente se puso loco.
Entró a gritar, a arrebatarles las cosas a la gente, a recuperar licuadoras,
televisores portátiles, radios que la gente se llevaba
Ante el despelote
se despertó el empleado de adentro y salió cagando aceite a ayudarlo al pelado.
Había tironeos, forcejeos, agarrones, hasta voló algún puñete. Y en eso llegó
la cana, un patrullero que andaba de ronda.
En el despelote,
cuando medio se enteró de cómo había venido la mano por lo que contaban los que
se piraban con las licuadoras y todo eso, que gritaban que Papá Noel se las
regalaba, el pelado les indicó a los policías que lo metieran en cana al Gordo,
responsable de todo ese quilombo.
Y bien dice el
Martín Fierro que no hay nada como el peligro para refrescar a un mamado. Ahí
el Gordo se despejó, se dio cuenta, volvió a la realidad, se esclareció el
Gordo.
Además, ya había
vuelto a transpirar como un litro del vino blanco, me imagino, se había
aliviado un poco de la tranca, y comprendió la cagada que se había mandado.
Pero te conté que
es un tipo manso, un tipo tranquilo que no se iba a poner a resistirse o a
echarle la culpa a nadie. Supo que tenía la culpa, y entonces, todavía medio
tambaleante, bajó la sabiola, se fue para adentro del negocio para cambiarse la
ropa en el baño y meterse, derechito viejo, solito, adentro del patrullero.
Afuera seguía el
desbole entre el pelado, su empleado, la gente y los canas que ahora también se
habían unido a la tarea de recuperar todo lo que había regalado el Gordo.
El Gordo se fue al
baño, se mojó la cara, cosa que terminó de despejarlo, se sacó esas pilchas de
mierda de Papá Noel, se puso la ropa que había llevado en un bolsito y salió de
nuevo a la calle.
Cuando salía para
la calle –el negocio es bastante largo- lo ve venir al dueño con uno de los
canas, desencajado el pelado, a las puteadas, buscándolo. Claro, lo ve al
Gordo, sin el traje colorado, de camisita celeste y pantalones vaqueros, un
bolso en la mano, el pelo negro achatado por el agua de la canilla, y no lo
reconoce.
No lo reconoce
porque tampoco era él quien lo había contratado sino la conchuda de su esposa.
“¿Adónde está? ¿Adónde está?” me contaba el Gordo que preguntaba el pelado, que
venía a los pedos con el policía. Y el Gordo pensó que se refería al traje de
Papá Noel que se había sacado.
Yo no sé si el
Gordo lo entendió así, seguía en curda o se hizo bien el boludo, la cosa es que
señaló hacia el baño y el pelado y el policía se mandaron para allí. Cuando el
Gordo salió a la calle todavía había un amontonamiento de gente y el otro
empleado discutía con medio mundo reclamando facturas o recibos de compra.
Nadie lo reconoció
entonces al Gordo, sin el disfraz. Incluso de última, el otro policía del
patrullero que se había quedado afuera, lo encara al Gordo cuando el Gordo ya
se piraba y el Gordo piensa: “Cagamos”.
Y el cana le pregunta
“¿Ese bolso es suyo?”. El Gordo me contó que él le iba a decir la verdad, que
sí, que era suyo.
Pero tuvo miedo de
que el cana le hiciera más preguntas, o que se lo hiciera abrir y le dijo: “No,
lo vengo a devolver”. Y se lo entregó, un bolso de mierda que después de todo a
él no le servía para un carajo.
El Gordo se piró
haciéndose el pelotudo, temeroso todavía de que alguien lo reconociese y lo
mandara en cana cuando ya estaba a una cuadra.
Casi termina preso,
el Gordo, mirá vos. Zafó porque la vieja que lo contrató tampoco sabía ni cómo
se llamaba ni adónde vivía. Era un contrato basura, pero realmente basura el
del pobre Gordo. Pero casi termina engayolado. Por tener que disfrazarse de
Papá Noel con esos vestidos de invierno, podés creer.
Que los argentinos
nos tengamos que vestir con ropa de abrigo en pleno verano porque a los yankis
se les ocurrió que Santa Claus vende más que el Niñito Dios.
Eso le decía yo al
Gordo, después, en el club. “El año que viene ofrecete para algún pesebre,
Gordo. Por lo menos de Niño Dios te ponen en bolas en una cunita y te cagás de
risa porque estás fresco.” Eso le decía yo, para joderlo.
“De lo único que
puedo hacer yo en un pesebre viviente es de vaca, Zurdo –me decía el Gordo- De
vaca”.
Pero por lo menos
es un animal conocido, ¿no es cierto? Un bicho familiar al paisaje, el rumiante
emblemático de la pampa húmeda, base de la riqueza de nuestro país. Algo
nuestro... ¡Qué me vienen con que a los chicos les gusta Papá Noel, el trineo y
los alces esos! Si mis pibes me vienen a pedir un alce de ésos les pongo tal
voleo en el orto que aterrizan más allá de la Circunvalación del voleo que les
pego, tenelo por seguro.
Ya bastante que el
otro día les compré un conejo, un conejo de verdad, que es terriblemente
pelotudo y lo único que hace es comer lechuga y cagarnos todo el patio. Y si me
insisten con esas pelotudeces inventadas por los yankis que se vayan a vivir a
Cincinnati, pendejos colonizados de mierda. Que a mí no me dicen el Zurdo al
pedo, me lo dicen por tener una formación doctrinaria...
¡Pobre Gordo!
Estuvo a punto de convertirse en una nueva víctima del capitalismo salvaje.
Roberto
Fontanarrosa: Te digo más... y otros cuentos. Ediciones de la Flor, 2001, 312
págs.
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